Connect with us

Hi, what are you looking for?

Elintra.com.arElintra.com.ar

Salta

Las sicarias de las cuevas

Literarias del Intra, relato basado en hechos reales.

Salta
Salta
banner



Por Federico Mena-Martínez Castro

Eleuterio Aguaysol, dueño de una inmensa extensión de tierra en un desolado campo de montañas linderas con Chile, despertó como era su costumbre a las seis de la mañana de un invierno inmenso y crudo, y se dirigió a los corrales próximos para ensillar su zaino claro. Presumía con él y con ese extraño color que lo nombraba: “ketupí” por sus reflejos dorados que, de alguna manera semejaban los del pájaro.

Mientras lo ensillaba recordó que su vida nunca estuvo hecha de grandes escenas, sino simplemente de las cosas sencillas de la vida, como esa obsesión inmemorial de los hombres, de tener alguien superior a quién adorar, la de ser querido y respetado y la de no estar solo en medio de esas pánicas eminencias y escasas planicies.

Ensilló a Ketupí muy despacio y miró esa hermosa carona de cuero de puma con el que había luchado en el fondo de una quebrada. Recordó el día en que lo encontró destrozando con lacerantes dentelladas a sus cabritas indefensas que sólo atinaban a mirarle. Al verle, se abalanzó hacia él, pero sin suerte pues le esperaba con su cuchillo de cincuenta centímetros que clavó en su corazón. Llevó el trofeo a su casa y pidió a Epigmenia, su mujer, que preparara el consabido charqui, con el que se deleitaba en sus almuerzos.  Encontró la carne sabrosa y dulce.

Aquel día en que comienza esta historia, se levantó con el rostro de facciones autóctonas deformado por una aflicción que le parecía insuperable, y procedió con movimientos lentos y automatizados a encender el fuego para preparar el mate que componía con diversas hierbas del campo.

Amaba su valle, el mismo donde había nacido a pesar de ser una llanura interminable y yerma, en medio de las elevaciones montañosas que la cercaban.

Aquel día flotaba sobre el campo un sonido indescifrable, casi como un lamento proveniente del cementerio, en un predio que él mismo había destinado para ese fin. Se mezclaba con los vientos laberínticos provenientes de los cuatro puntos cardinales. Este sonido parecía decirle con voces semejantes a un humo agrio y de sonoridades confusas, que algo inusual estaba por ocurrir. Afuera, antes de surgir la luz, el color malva del horizonte pugnaba por cambiar de color.

Vivía con su mujer y dos hijas en una casa que había levantado con sus propias manos, donde predominaba la madera de cardón, por ser ellos los mayores habitantes de ese suelo paupérrimo, donde los fríos y los vientos alcanzaban niveles de desesperación. 

Eleuterio Aguaysol era un criollo alto, de espaldas amplias y manos de gigante, preparadas para las rudas tareas de una hacienda ubicada en medio de la nada. Su rostro era ancho, de pómulos altos y ojos estirados terminados en forma de pico, lo cual denotaba sus ancestros indígenas. Llamaba la atención a primera vista la comba de sus piernas, arqueadas de tal manera que, según relataba fueron siempre la burla permanente de quienes le conocían.

Salió de su ensimismamiento pétreo al escuchar el burbujeo de la pava, de un enlozado sin color original, debido  a los brutales incendios del fogón a leña que la había tornado negra como ala de cuervo. 

Aún no había vestigios del alba, y su mujer Epigmenia Cardozo se revolcaba en la cama soñando quien sabe que ardores, enrollada entre las sábanas de color indefinido. En ese páramo todo sonaba con bemoles diferentes. Lanzó la mirada a través de un ventanuco estrecho, y la mañana se preanunciaba ya con un cielo muy puro, mientras los pocos pájaros que se aventuraban a sobrevolar el frío, cruzaban persiguiéndose alegremente en frente de esa fuente de aire y luz.

 Eleuterio, decidió no reparar en aquellos meandros lúbricos de Epigmenia, y sorbió con énfasis la bombilla.

Se había enamorado de ella en su juventud al ver sus ojos inocentes y sagaces a la vez, pero irresistiblemente sinceros, manifestándose desde el primer momento respetuosa y confiada, necesitada de protección y a la vez protectora.

Volvió sobre sí y a las urgentes preocupaciones que le quitaban el sueño, mientras aspiraba con fruición un exquisito aroma de amancayes viniendo desde el centro de la casa. En realidad, sólo había uno, pero de proporciones gigantescas colgado del techo de cardón. Su aspecto semejaba una gran cala ahuecada a largo de su tallo por el que Epigmenia vertía diariamente una proporcionada ración de agua a fin de mantenerlo vivo. Hacía meses la había colgado y aún su aroma se esparcía por todos los espacios de la casa. Ese amancay solamente crecía en el punto más alto de la montaña, de la misma manera que la flor del ilolay, por eso mismo era sumamente difícil acceder a él. Era diríamos, casi un heroísmo infinito reservado sólo a las personas que los dioses indígenas señalaban. Este amancay gigante según comentaban los pueblerinos, tenía propiedades mágicas, especialmente en las horas aciagas de la muerte, pues cuando el dolor y la angustia convulsionaban las facciones, su aroma las suavizaba otorgando una paz suprema dando el valor necesario para poder afrontar la dureza de ese trance.

Después del primer mate, sobrevino el segundo y luego el tercero, mientras el brasero con el que combatía la angustia del frío no lograba desentrañar la honda preocupación que le aquejaba, reflejada en un entrecejo de aspecto sombrío.

Eleuterio jamás pudo combatir su recóndita introversión. Los problemas de la vida que se le presentaban, siempre los resolvía en su más oculta intimidad.

Mientras apuraba el tercer mate reflexionaba acerca del ocio que torna lentas las horas y veloces los años, donde cada cosa que nos haya ocurrido resulta de una inimaginable riqueza, pues cuando retornamos a ella, la misma se acrecienta y dilata; entonces, esas horas y esos días conforman la experiencia que es en definitiva el arte de vivir.

El sol aún no había salido, permaneciendo escondido detrás de las altas eminencias y todo el paisaje yacía oculto bajo una sombra oscura. Las horas pasaban lentas para percibir los haces de luz que inundaban con violencia la trama de las sombras.

Para Eleuterio las cosas en los últimos tiempos no le habían ido bien, y ahora convocaba aquellos asuntos perturbadores para resolverlos en el aislamiento de su mente. Añoraba los tiempos de felicidad y despreocupación de su juventud, cuando la vida le hacía guiños cómplices. Reflexionaba también que en la vida existen circunstancias donde esta se detiene ante variopintos acontecimientos, de la misma manera que la mula se niega a seguir adelante adormeciéndose ante los lugares donde no le dieron de comer o de beber.

 Eleuterio Aguaysol aún no había resuelto sus desolaciones, y siempre había pensado que toda historia o acontecimiento no debe contarse, hasta que este haya concluido, y precisamente éste no era el caso. Hacía ya hacía tiempo que no podía respirar el mismo aire que respiraban sus hijas Rita y Pipa. Eran ellas dos mujeres fuertes, habituadas a las tareas campesinas y a los fríos inmisericordes de la montaña; eran sus compañeras en tiempos felices, y hoy lamentablemente pasaron a ser un remedo de ellos.

Rita, la mayor desde hacía un tiempo había decidido vivir sola en un rancho apartado de la casa de sus padres y Pipa a regañadientes permaneció en la casa donde naciera.

Ambas desde hacía un tiempo habían acostumbrado salir por las mañanas temprano, al despuntar el alba y regresar sin pronunciar palabra por las noches, envueltas en halos de misterio.

Todo había cambiado desde que apareció salido de la nada misma, aquel extraño personaje que apalabraba a sus hijas, según decía, proveniente de su pueblo natal “Ovejería”. Lo cierto era que nadie podía atestiguar su procedencia, pero su aspecto no condecía con ese lugar tan apartado del mundo. Había algo extraño en su continente. Su piel clara curtida por los soles y los vientos estaba sembrada de irreversibles arrugas, a pesar de no aparentar demasiada edad. Había un detalle que lo caracterizaba, y era el contundente gesto de maldad impreso en su mirada diabólica. Se hacía nombrar Damián cuyo significado por infeliz casualidad significaba “domador”.

 Lo cierto era que este hombre comenzó a merodear a Rita primero y luego a Pipa, hasta que ambas cayeron en sus redes, sumisas a sus encantos, pues no solo era un embaucador sino también propenso a tortuosos ritos de brujerías y encantamientos.  

Las citaba temprano a la mañana en unas cuevas labradas en la montaña, donde practicaban sus ritos con velas y palabras que parecían salidas de otras bocas y pueblos desconocidos. Eran quizá sus oráculos. Habían aprendido a escondidas de Eleuterio y Epigmenia a realizar el amor con salvajes fuegos y estrategias, donde Damián era naturalmente quién las enamoraba.

La fama de ambas se extendió prontamente por todo el ámbito de los valles cercanos, inclusive allende la cordillera andina es decir en los pueblos mismos del norte de Chile.

Damián las catequizaba a espaldas de Eleuterio que rumiaba su malestar, sin saber a ciencia cierta lo que ocurría en las cuevas. Este hombre parecía salido de las entrañas mismas del diablo, de quién según comentaban era su lugarteniente en aquél páramo. 

Tanto Rita como Pipa habían aprendido los secretos escondidos en cada planta, y por lo tanto curaban con eficiencia los males de amor, dolores variados, además de múltiples hechicerías, sólo que… no habían aprendido a curarse ellas mismas.

Cada una tenía su propio santuario con un altar colocado en frente de cada gruta y Damián recogía con aparente piedad las contribuciones de los penitentes y enfermos. Las estaba convirtiendo poco a poco en brujas diabólicas, pues las incitaba a invocar en medio de ritos esotéricos al mismísimo satanás, bailando con lascivas contorsiones alrededor de lunas ensangrentadas.

Sin que lo supieran las pobres incautas, Damián aconsejado por el siniestro, había hechizado primeramente a Epigmenia, que no acertaba a levantarse de su cuja de tientos ante los esforzados intentos de su esposo. Era tan profundo el sueño que el hechizo le había provocado que, ni siquiera el gañido de Puruna-la perra guardiana-lograba despertarla. Su esposo velaba pacientemente su pesadilla, donde cada segundo parecía durar varias vidas. El hecho de padecer esta injusticia provocaba en él una desolación semejante a las de las mañanas invernales, donde el frío y la nieve acaparaban todos los rincones; por eso quería pedir a Dios que no le ocurriera nada, que no muriera, que todo fuera un sueño y que siguiera viviendo mañana, porque la muerte era el reposo obligado, pero el pensamiento de la muerte turbaba todo sosiego.

Afuera sobre el campo había comenzado a caer una fina llovizna.

 Según sus planes, Damián continuaría sus maldades con el propio Eleuterio, previo la firma necesaria para quedarse con sus pertenencias.

Tanto Rita como Pipa ubicadas cada mañana en sus respectivas cuevas entraban en un profundo trance, aspirando posiblemente los vapores emanados de una grieta clandestina e invisible que les permitía evacuar las disímiles consultas de sus devotos. Ese trance tenía duraciones variables, según fuera el grado de aspiración inhalada, llevándolas a paisajes oníricos de una fantasía superlativa, donde a partir de él podían adivinar el porvenir. Muchos de los concurrentes solicitaban hablar con sus muertos, como también pedirles el sacrificio de terminar con sus vidas terrenales para aliviar dolores en caso de enfermedades terminales. Se hacía esto con el consentimiento de sus deudos y previo pago de una cifra estipulada con anterioridad. Lo hacían sin arrepentimiento en medio de esotéricos estados, estimuladas por los vapores emanados de la hendidura. Hablaban palabras que nunca antes habían pronunciado, es más, luego de recobrada sus conciencias no recordaban haberlas articulado. Los vapores emanados de ese resquicio envolvían en un manto de niebla a las dos sicarias sacerdotisas, olvidadas de su yo y adoptando inexcusablemente los propios aires de las súcubas. Cuando las víctimas morían, también ellas lo hacían de alguna manera, aniquilando parte de su sustancia.

Un día Pipa, la menor, en un momento de semilucidez recogió los ecos de la gruta sorprendiéndose al escuchar su voz diciendo achkur, íkar, chegñar y manchari, dirigiéndose a sus seguidores las siguientes palabras mientras desde la otra cueva distante pocos metros, Rita contestaba : épa, adiyús, anchata phutikuni, cuyo significado solamente distinguía la concurrencia andina.

Damián acompañaba con fingida solicitud a los enfermos incurables, para ponerlos en manos de sus acólitas infernales y así terminar con sus dolores y sufrimientos tanto del cuerpo como del alma.

Entraban juntos a las grutas, muchos de ellos en andas o en camillas para buscar alguna cura milagrosa o en su defecto, un final sin angustia y sin dolor. Los parientes que habían solicitado el encargo, custodiaban con celo las manipulaciones y hechizos de las sicarias. 

Ocasiones había en que la magia obraba cortas recuperaciones y en ese caso volvían después de cierto tiempo a fin de librarlos de sus males remanentes, naturalmente oblando un nuevo estipendio; había momentos en que desde afuera se escuchaban los ensalmos inspirados por Damían, a veces de pocos minutos cuando los resultados parecían efectivos, y de tiempos indeterminados cuando esas sesiones concluían en una expiración sicaria. Los deudos luego de la muerte, muchas veces se negaban a recoger el cadáver dejando la tarea a esas pitonisas rupestres, lo cual significaba un ingreso extra para sus diabólicos fines.

Mientras todos estos acontecimientos ocurrían a espaldas de Eleuterio, este cavilaba diciéndose que Dios no podía haberle dado peor paga que esta, en respuesta a sus impetraciones diarias.

No dejaba de pensar en el futuro que la vida le deparaba, pero avizoraba que los tiempos a por venir solamente se acercarían a él luego de una purificación con dolor.

Jamás creyó que sus destinos estuvieran escritos de antemano, y que cada uno sólo puede elegir determinadas cosas, como una comida, un color, una determinada forma de vivir, que naturalmente no era la que estaban llevando. Comenzó a dudar si la felicidad existía o si preexistía el destino, sin embargo, quizá la dificultad estaba en saber leerlo, aunque también sabía que nadie sobrevive a las tareas para las cuales fue creado. Mientras esto pensaba, deseaba con ardor de adolescente la pronta llegada del susurro otorgado por las estrellas, al tiempo que escarbaba con ahínco un espejo colgado en la pared para hacerse compañía. Estaba muy solo. Epigmenia nunca lo había acompañado en sus momentos de tribulación.

 Últimamente lo abrazaba el insomnio con una tensión de ojos abiertos, percibiendo resonancias que nunca antes había descubierto, yendo desde sonidos quebradizos, hasta rumores de acequias enfadadas o vientos insomnes desordenando sus imaginarios jardines de cardón.

Recordaba su primera juventud cuando todo le sonreía y jactanciosamente recordaba su necia soberbia pensando en la eternidad de la vida, sin tener que inventar un Dios permanentemente manifiesto, sin tener en cuenta su pobreza, sosteniéndolo a veces y desabrigándolo otras.  Cavilaba que los hombres en su suprema ingenuidad sólo querían perpetuarse en la felicidad, y tener ordenados los hilos invisibles de su propia trama, a veces demasiado costosa.

Desde la noche anterior Eleuterio descubrió sin poder dormir, que el futuro vendría de la mano del dolor, apretando tanto los dientes que, desde el padecimiento escuchaba mil ruidos como si su cabeza estuviera llena de vientos. Quería llorar, pero nunca pudo hacerlo. Envidiaba a quienes podían realizarlo para liberar sus tensiones. Decidió entonces, que acaso la visión de los flamencos rosados de largas patas amarillas, habitantes sempiternos de la laguna vecina podrían tranquilizarlo.

 De pronto… se llevó la mano al pecho y arrastrándose pudo llegar hasta el ventanuco, advirtiendo que Damián y sus hijas le habían embrujado, pues advirtió debajo de su silla la presencia de un muñeco con una espina de cardo atravesada en el corazón.

Miró a través de los cristales, y divisó por última vez esos campos yermos, intensamente suyos que tanto había amado. El patio del árbol era en esos momentos una bóveda muda. La casa se pobló entonces de un aroma intenso de amancayes envolviendo a Eleuterio en sus cendales.

Lo alumbraba su última luna, mientras las hojas del laurel abanicaban la escena bajo un cielo extrañamente cristalino y azul.